viernes, 2 de enero de 2009

La sombra del tiempo.

Sin que en absoluto me disgusten los días soleados, me ocurre que a menudo experimento una sensación muy agradable en los días nublados. Una rara paz que paradójicamente me activa y refuerza con ese sentimiento de alegría triste característico de la nostalgia y del sentimiento poético. A lo largo de mi vida me he dado unas cuantas explicaciones insatisfactorias para este curioso fenómeno. Como por ejemplo que en los días nublados la luz es más suave, más matizada, que los colores resultan más atrayentes por contraste, que al estar el sol oculto, uno se libra de ese ojo supremo que ilumina pero que también juzga, que el hecho de que los cúmulo- nimbos (algunos tan grandes como montañas) se encuentren más cerca de la tierra genera la aparición del sentimiento “sublime”, ese con que Kant y los románticos denominaban a lo que siendo bello causa al mismo tiempo pavor por su enormidad.
Otra conjetura habitual es que el tono cromático de la luz en estos días se asemeja más al de los sueños, o a ciertos recuerdos de la niñez. Días infinitos en que uno leía en el salón o miraba sin más las carreras de la lluvia contra el cristal de la ventana.
Sin embargo ayer encontré otra explicación que sirve además para cierto sentimiento de difusa eternidad que se experimenta también. En los días nublados la conciencia del tiempo es distinta por la sencilla razón de que las referencias luminosas varían. Con el sol en el cielo uno puede adivinar aproximadamente qué hora es, o al menos en qué momento del día se encuentra, en los días nublados es más difícil. Ni siquiera nuestra sombra (que en algunas culturas es la representación del alma) se tiende hacia uno u otro lado del camino para indicarnos a modo de reloj solar el momento en que nos encontramos. Lo cierto es que el tiempo es uno de los mayores vectores de destrucción que existen si no el que más y tal vez lo más próximos a la eternidad que podemos estar es cuando nos olvidamos de él. Aunque decía Paul Celan que la eternidad también envejece.
En fin, valga esta reflexión que el gran David Caspar Friedrich (y por extensión la pintura romántica alemana) ya insinuó en algunos de sus cuadros. Concretamente este Monje y mar siempre me ha parecido que se aproxima a cierta posible explicación, siempre insatisfactoria, que (espero) no se desvele nunca hasta la hora de marchar, ojalá que con los ojos hacia el cielo.

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