miércoles, 17 de enero de 2007

La poesía de Raymond Carver



Ahora que se han editado varios libros del gran poeta norteamericano, vaya a destiempo este artículo.

Raymond Carver deambulaba tímidamente por las aulas de las universidades donde se le invitaba a leer poesía. Este hombre discreto había sorprendido al académico mundo de los mandarines literarios con sus excelentes volúmenes de cuentos, pero antes, desde el principio, desde siempre, había escrito poemas. Poemas de apariencia libérrima, sin metro, sin aparente ritmo, sin más aspecto formal de poesía que el que les daba el libre arbitrio de sus cesuras, una poesía con la narratividad propia del relato que iba a tener más influencia de lo esperado.
Si los relatos de Carver se desarrollan en una atmósfera de sutil amenaza, -él mismo creía que la mayoría de la gente siente el mundo como un lugar amenazante, la angustia, el ruido de fondo, que tal vez no es sino la muerte, o la vida que se desagua y se lleva sin remedio las cosas, lo querido- en sus poemas es en esta tensión, como si fuera sobre la membrana de un tambor, donde resuena la epifanía, la revelación. Ante una poesía del tiempo perdido, la de Carver sería una poesía del instante, del breve relámpago o la sombra del relámpago entre lo cotidiano y al fin, breve exposición de la trascendencia, lo eterno. En Carver, las manifestaciones de la otredad (en términos de Octavio Paz) se generan por medio del objeto insignificante, del gesto nimio y habitual, el chubasco, el arriate de flores, el caballo pastando, es a partir de ese punctum, como diría Roland Barthes, donde la evocación se despliega en un vórtice emocional que envuelve por completo al poema y permite al lector paladearlo en su totalidad.
Bill Buford, acuñó la expresión Dirty Realism en la revista inglesa Granta para referirse a la obra de Raymond Carver y otros escritores norteamericanos básicamente prosistas como Tobías Wolf o John Fante (también a poetas como Bukowsky) que comenzaron a conocerse a principios de la década de los 80. Carver nunca estuvo de acuerdo con esta denominación que por otra parte haría más fortuna fuera de Estados Unidos donde se prefería la expresión “minimalismo” para definir esa primacía por los detalles nimios, por los personajes desubicados, perplejos de su derrota vital, exiliados de sus esperanzas.
Carver utiliza a menudo las anécdotas y la narratividad en su poesía, sin embargo es la contención y el especial domino de la intensidad, tan características también de sus cuentos, las que la generan; cotideanidad como misterio, vida insulsa, en apariencia, y tras el telón que vela la belleza, luminosa crisis, punto de partida. Carver tiende a despojar a los objetos de referencias para contemplarlos en su poderosa desnudez. Una de las labores del poeta es revitalizar las palabras, otorgarles el brillo que su uso había enturbiado, reforzar su valor. Carver logra que la palabra vuelva a sus dominios esenciales, o los conquiste más bien, para partir de su principio, de su inocencia primordial.
Si en un primer momento podría parecer que en sus poemas existe el yo poético “Raymond Carver”, que construye una suerte de autobiografía o como se diría de Cernuda, una “biografía espiritual”, es más tarde, a veces coincidente con el momento de iluminación, cuando se observa que el personaje Raymond Carver es un muñeco que se muestra y se sacrifica, la máscara de verdad que se coloca el poeta, un portavoz o, más bien, “interprete” del poema. Se trata de esa multiplicidad de vidas que el poeta siente dentro de sí mismo, “drama en gente” pessoano, donde las voces de los que no tienen voz se suceden como hitos y otorgan a cada poema el valor de un testamento único, un único momento por el que la vida resplandeció, mereció la pena, porque esa es la verdadera función de la poesía, acompañar, servir de tea en el tránsito vital ante la muerte, dar sentido.
Desde su primer libro “Cerca de Klamath” editado en 1968, Carver publicó varios poemarios, de los que sus dos últimos, “Donde el agua se junta con otras aguas” y “Ultramarina” se compendiaron en “Bajo una luz marina” traducido en España para la editorial Visor por Mariano Antolín Rato de manera un tanto discutida. Poco después de la publicación de este tomo en Estados Unidos, en 1988, Raymond Carver muere de cáncer. A pesar de su desaparición, sin duda temprana, Carver nos ha legado una obra grande, no por extensa sino por intensa, por tensa, deudora de la palabra exacta, aquella que puede abrir simas y océanos, la palabra dicha en el momento adecuado, y por tanto instaurada más allá del tiempo. A pesar de lo que se suele decir, y al margen de la calidad que tenga en uno u otro género, yo siempre he sido de la opinión de que Carver era un poeta que escribía relatos más que un narrador tentado o seducido por la poesía. En cualquier caso, no importa, ahí está su obra, cerrada, abierta. En el fondo, como todo gran artista, como todo gran hombre, lo que buscaba Carver era dejar de estar solo, sentirse amado. Parece que lo consiguió.

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